
Daniela Castro
Psicóloga y Magíster en Filosofía, Universidad Santo Tomás.

Benjamín Suazo
Psicólogo y doctor en Humanidades por la Universidad Abat Oliba.
La disforia de género es un diagnóstico psiquiátrico que designa a las personas que sienten una disforia4 o distrés significativo debido a la discordancia entre su identidad de género y su sexo (biológico), con el que no se identifican ni sienten como propio. No debe confundirse con la disconformidad de género —las conductas que no coinciden con el comportamiento socialmente asociado a un género—, con orientación sexual homosexual, ni con travestismo.
Mientras que la disforia de género es clasificada como un desorden en la CIE-10 (Manual de Trastornos Mentales, de la Asociación Europea de Psiquiatría), en el DSM-5 (2014) (Manual de trastornos mentales, publicado por la Asociación Estadounidense de Psiquiatría) fue reclasificado, moviéndose de la categoría de trastornos sexuales, hacia una propia, siendo renombrado como disforia de género con el objetivo de evitar la estigmatización hacia los individuos transgénero.
Lo primero que hay que afirmar es que las investigaciones han mostrado que la disforia de género es una realidad compleja que tiene muchas dimensiones a analizar (ver bibliografía respecto a los factores). Realizar una reducción simplista va en perjuicio de quienes son más vulnerables y están al cuidado de otros, para nuestro caso, especialmente los niños.
Es importante destacar que estamos frente a una problemática con una baja prevalencia. La APA (2014) estima que “aunque faltan cifras precisas, se estima que entre el 0,005 y el 0,014% de los varones al nacer y el 0,002 al 0,003% de las mujeres al nacer cumplen con los criterios diagnósticos de disforia de género”. Aun cuando otras estimaciones consideren que el número es mayor, de cualquier manera, comparado con otras poblaciones de salud mental, el número sigue siendo bajo.
A pesar de lo anterior, es una problemática acerca de la cual es importante hacerse cargo por las graves consecuencias que tiene para un individuo, particularmente si no se adoptan las medidas más convenientes y científicamente más seguras.
Lo anterior se ve respaldado por las estadísticas, las cuales manifiestan la gravedad de la disforia de género. En efecto, en comparación con la población sin disforia de género, presentan mayor riesgo de depresión (50,6% vs. 20,6%) y ansiedad (26,7% vs. 10%) (Reisner, 2015); 1,5 veces más riesgo de abuso de sustancias (Meyer & McHugh, 2016).
Además, un 41% de personas con disforia de género realiza intentos de suicidio (Haas et al., 2014);
Por otra parte, la persistencia de la disforia de género en la adultez varía según los autores: Green (1987): 2,3%; Drummond et al. (2008): 12%; Wallien and Cohen-Kettenis (2008): 27%; Singh (2012): 12,2%; Steensma et al. (2013): 37%; APA (2014): 2,2% a 30% en hombres y 12% a 50% en mujeres. Esto, siempre y cuando el medio no los empuje en dirección contraria. De ahí que es posible concluir, por un lado, que la gran mayoría de estos casos evoluciona favorablemente y, por otro, que evidentemente no es indiferente qué intentos se realicen.
Dado lo anterior, una buena intervención, que favorezca el verdadero bien de la persona, debe analizar el fenómeno en su complejidad. Para ello, deben considerarse factores de riesgo del ámbito biológico, social y psicológico (ver bibliografía respecto a factores). Dentro de los primeros, existe evidencia de factores temperamentales, hormonales, y de Trastornos Sexuales del Desarrollo que pueden incidir; en cuanto a los factores sociales, ha demostrado ser relevante la manera cómo los padres conciben lo masculino y lo femenino, la calidad en el vínculo con los mismos y la relación con el grupo de pares; en cuanto al factor psicológico, es relevante el desarrollo de la noción de Constancia de Género, las experiencias de abuso o maltrato y la relación con Trastornos del Espectro Autista.
En cuanto a las alternativas de intervención, es posible distinguir 4 posibilidades: 1) no hacer nada, sólo esperar; 2) corrección violenta o con “garrote”; 3) modelo transafirmativo; y 4) psicoterapia global, enfocada en todas las dimensiones (Zucker, 2019).
Tomando en cuenta las altas tasas de remisión de la disforia de género y la identificación por parte de investigaciones de múltiples factores relevantes, los primeros esfuerzos terapéuticos han de ser dirigidos a una evaluación integral del niño o niña, para determinar en qué ámbitos de su desarrollo se le debe apoyar. En ningún caso sería prudente apurarse hacia una reasignación de sexo.
“La idea de que un niño de dos años que haya expresado pensamientos o comportamientos identificados con el sexo opuesto puede ser etiquetado de por vida como transgénero no tiene absolutamente ningún apoyo científico. De hecho, es una iniquidad creer que todos los niños que tienen en algún momento de su desarrollo pensamientos o comportamientos atípicos sobre el género, particularmente antes de la pubertad, deben ser animados a ser transgénero” (Mayer & McHugh, 2016)
En cuanto a orientaciones educativas en estos casos, podemos mencionar: 1. identificar a tiempo, 2. acompañar y educar a la familia, con bases científicas, en relación a las estadísticas relevantes en el tema y a las posibilidades de apoyo, 3. Mirar al niño o niña como persona, de manera integral y global, de modo de poder identificar las áreas del desarrollo en que pueda presentar carencias o alteraciones, y 4. derivar a psicoterapia basada en la evidencia, filosóficamente no ideologizada y con un enfoque integral, enfocada en las dificultades relacionadas, más que en la disforia de género como tal.